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NOTAS DE LUZ: Blog2

La semilla divina

  • Ruth Ross
  • 2 jul 2019
  • 3 Min. de lectura

Por Ruth Ross


La galaxia toda participaba con gran algarabía de los festejos para los acontecimientos venideros.  Desde todos los planetas, planetoides, estrellas; desde cada recóndito lugar, seres galácticos esperaban alborotados apostando a que aquellos nuevos seres llamados “humanos” podrían sacar adelante el planeta Tierra. Tendrían todos los medios para conseguirlo.  En primera instancia llevaban la partícula divina dentro de sí mismos, lo que en cierta forma podría ayudarlos en el momento de tomar las decisiones correctas discerniendo la voz de su interior; en segundo lugar, gozarían de una cualidad que nadie en la galaxia tuvo nunca, ya que se les otorgaría la libre elección, y por ello era seguro que sabrían elegir cuál sería el camino correcto para tomar.

También estos humanos recibirían todo aquello que pidieran, tanto para ellos mismos como así para los demás. Nada podía fallar, todos los ángeles encarnados en humanos podrían llevar adelante el plan, pero...

A medida que iban encarnando, vida tras vida, comenzaron  a bailar  un gran baile de máscaras en lugar de recordar quienes eran y el motivo que los llevó a nacer. Uno a uno se fue disfrazando con los mejores trajes, con las mejores caretas; creyéndose ser los dueños algunos, los magnates otros, los miserables, los irresponsables, los infelices, los ricos, los pobres, los enfermos, los grandilocuentes... Luego las máscaras fueron agregando nuevos nombres tales como: doctor, maestro, presidente, gobernador, militar, ama de casa, albañil, sacerdote, bailarina, actor. La confusión comenzó a ser cada vez más intensa y los disfraces creaban una ilusión tan grande que nadie tenía noción de cómo podría terminar. Para ese momento, ya habían comenzado a adquirir disfraces que los convertían en adictos al sexo, al miedo, al alcohol, a la droga, al juego, a la violencia.

Ya nadie recordaba quien era, ni para que había venido, mucho menos se daba cuenta de que solo era un espíritu de luz divina encarnado en un cuerpo terrestre, y que al tener la posibilidad del libre albedrío estaba equivocando su existencia.

La suerte estaba echada y el tiempo de asistencia al famoso planeta estaba terminando, entonces, los seres de Luz, comenzaron a contactar a algunos de los llamados humanos, pero solo a aquellos dentro de los que aún podían ver titilar una luz que los unía a la fuente.  Y empezaron el trabajo de ayudarlos a quitar una a una las máscaras y disfraces que portaban, y tal como si fueran las capas de una cebolla, la verdad de su ser resplandeció mostrando quienes eran en realidad.  Entonces, estos “humanos contactados”, comenzaron a reunirse entre sus pares, empezaron a recordar, a recopilar información y a entender quiénes eran y para qué estaban en ese lugar.

Se dedicaron a cultivar sus espíritus y a compartir todo lo que aprendían dentro de sí mismos con el resto de personas que quisieran escucharlos.

Entonces, poco a poco la luz fue iluminando el planeta Tierra, y al hacerlo,  las máscaras de la más absurda sociedad empezó a caer por su propio peso, mostrando las caras del mal y la violencia de las que se valían para manejarlos.

El planeta respondió a los cambios ayudando a limpiar con grandes catástrofes climatológicas todo el daño que había recibido.

Por otro lado desde la humanidad, fueron cayendo todos aquellos que creyeron alguna vez que podían dominar a los otros, solo porque se sintieran poderosos.

Los grandes bancos o empresas, otrora fuertes y confiables, comenzaron a caer vertiginosamente y sin explicación alguna, los malos pudieron ser apresados, muertos, o encarcelados. De pronto, y casi sin saber cómo, los países fueron gobernados por personas justas, llenas de amor y capaces de unir y ayudar al prójimo, tratándose unos a otros como iguales sin importar los cargos que ocuparan.

Fue entonces, que luego del gran caos y confusión, todo fue guiado hacia la calma, y el mundo terrestre entro en un tiempo de amor y armonía para el que el planeta había sido concebido.

Por fin, la semilla divina, había dado su fruto.





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